Un acto así de inesperado y anormal, por supuesto, captó la atención de las visitas. Sorprendidos, todos voltearon al unísono la mirada hacia la señora Woson. Pero no fue más que un instante y se volvieron a concentrar en las historias de cada uno. Para ese entonces, ella ya estaba totalmente pálida. Era incapaz de seguir aguantando la falsedad y descortesía de las visitas. Un arrebato apasionado comenzó a quemarla entera como fuego. No era capaz de refrenar el impulso de agarrar del cuello a esa gente indeseable y empujarla a la fuerza frente a la nariz del gato en el suelo.
Pateó una silla, e hirviendo en un odio instintivo, agarró de golpe el cuello de una de las invitadas. El delgado cuello de la mujer temblaba como un ganso a punto de morir en la acalorada mano derecha de la señora Woson. Tumbándola y arrastrándola, la restregó en el piso hasta pelarle la nariz.
—¡Mira! —gritó la señora Woson.
—Aquí hay un gato. —luego gritó varias veces:
—¿Aún así no lo ves?
Se oyó un grito terrible. La otra mujer dio un alarido letal, se apegó con miedo a la pared y resbaló al piso en el que había estado parada inmóvil. La mujer estaba casi completamente desmayada. Solo uno de los invitados, el anciano filósofo, miraba sin intervenir y con estupor el imprevisto incidente. Inyectados de sangre, los ojos de la señora Woson observaban fijamente al gato en el suelo. Grande y lúgubre, sentado inmóvil, permanecía tranquilo como una música. Probablemente nunca podría borrar esa imagen grabada en su mente que la perseguiría sin dejarla en paz. —¡Ahora! —, gritó. —¡Tengo que dispararle!
Abrió el cajón del escritorio y sacó una pequeña pistola de mujer, con incrustaciones de lapa en un diseño de marfil. La había comprado poco antes para matar al siniestro gato, y precisamente había llegado el momento de cumplir su función.
Puso la mano en el gatillo y apuntó al animal. Si disparaba, la causa de su pesar durante este tiempo se esfumaría de la faz de la tierra. Sintiéndolo con el corazón, le sobrevino una sensación de bienestar. Así que fijó la mira y jaló con fuerza el gatillo.
El humo inundó la habitación junto con el estruendo del disparo. Sin embargo, una vez que se hubo disipado, el mismo gato, en la misma posición del principio, aparecía sentado como si no hubiera nada anormal. Con sus pupilas negras como mejillones, miraba fijamente igual que siempre a la señora Woson quien levantó el arma nuevamente. Y disparó más cerca que antes, justo sobre la cabeza del felino. Sin embargo, una vez disipado el humo, aún permanecía ahí como si nada. Esa insoportable y persistente impresión enloqueció a la señora Woson. Tenía que matar a ese obstinado gato negro, hacerlo desaparecer sea como fuere.
—¡O muere él o muero yo! —pensó desesperada, mientras le sobrevenía un arrebato de odio. Disparó el arma descontroladamente: ¡tres!, ¡cuatro!, ¡cinco!, ¡seis! Hasta que al terminar con la última bala, notó que de su propia sien fluía como un hilo algo rojo y viscoso. Al mismo tiempo, se le nubló la vista y sintió como si de golpe la pared se le cayera encima. Dio un grito desgarrador y se desplomó bruscamente, como un pilar en llamas, en aquel cuarto lleno de humo y con olor a pólvora. La sangre le corría por los labios y el cabello desordenado con locura cubría su pálida cara. (Fin)
Nota: El tema de esa historia es un episodio real citado en un texto de psicología del profesor James.
Y eso sería. Típico final japonés, parecido al de las peliculas chilenas de los ochenta: o malo, o intelectualmente abierto e interesante. Dependerá del gusto.