Aparte de escribir cuentos increíbles, memorables y en ocasiones incomprensibles, Julio Cortázar era también traductor. En su relato «Diario para un cuento», el narrador (o él mismo, mejor dicho), menciona al pasar su experiencia con la traducción de patentes de invención:
«Creo que se le parece bastante aunque le extraño el peinado, cuando vino por primera vez a mi oficina llevaba el pelo recogido, me acuerdo por puro coágulo de sensaciones que yo estaba metido hasta las orejas en la traducción de una patente industrial. De todos los trabajos que me tocaba aceptar, y en realidad tenía que aceptarlos todos mientras fueran traducciones, los peores eran las patentes, había que pasarse horas trasvasando la explicación detallada de un perfeccionamiento en una máquina eléctrica de coser o en las turbinas de los barcos, y desde luego yo no entendía absolutamente nada de la explicación y casi nada del vocabulario técnico, de modo que avanzaba palabra a palabra cuidando de no saltarme un renglón pero sin la menor idea de lo que podía ser un árbol helicoidal hidro-vibrante que respondía magnéticamente a los tensores, 1, 1’ y 1” (dibujo 14). Seguro que Anabel había golpeado en la puerta y que no la oí, cuando levanté los ojos estaba al lado de mi escritorio y lo que más se veía de ella era la cartera de hule brillante y unos zapatos que no tenían nada que ver con las once de la mañana de un día hábil en Buenos Aires. «
Diario para un cuento, Julio Cortázar (fragmento)
Encuentro que retrata muy bien lo que me pasa a mí con las patentes del japonés, con la única diferencia de que ese proceso de no entender nada al principio y poco a poco llegar a descifrarlo todo me parece alucinantemente interesante. Es quizás ese dilucidar mensajes ocultos lo que más me atrae de la traducción. Además, se aprende bastante en el proceso.